Democracia en la mira: violencia, polarización y el riesgo de unas elecciones cooptadas

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Por: General (r) Guillermo León León
Editorial edición 630 periódico ACORE

Colombia atraviesa uno de los momentos más delicados en materia de seguridad desde la firma del Acuerdo de Paz en 2016 y tal vez nos lleva a recordar épocas oscuras pasadas del narco terrorismo. Lejos de consolidar un escenario de estabilidad, el país presencia un preocupante retroceso en las condiciones de orden público, marcado por el reorganizamiento de la violencia armada, el control territorial de actores ilegales y el debilitamiento progresivo de la capacidad estatal para garantizar la provisión de la necesidad de los ciudadanos, reflejadas en bienes y servicio.

El reacomodamiento y fraccionamiento de los grupos armados han sido un factor determinante en este deterioro. Las disidencias de las FARC, hoy divididas en facciones como el Estado Mayor Central, la Coordinadora Nacional Ejército Bolivariano y la Segunda Marquetalia, han extendido su influencia en regiones estratégicas, aliadas con economías ilícitas como el narcotráfico y la minería ilegal. El ELN, por su parte, ha intensificado su presencia armada en zonas como Arauca, el Catatumbo y el Chocó, muchas veces imponiendo su ley por encima de las instituciones del Estado. A ellos se suman grupos como el Clan del Golfo y bandas urbanas, que convierten la extorsión, el sicariato y la intimidación en prácticas cotidianas.

A este oscuro panorama se añade un preocupante vacío de autoridad estatal. La política de “Paz Total”, ha terminado concediendo ventajas tácticas a los violentos, sin exigir resultados concretos. La suspensión de operaciones militares en diversas zonas ha sido aprovechada por estos actores para consolidar su control social, imponer reglas paralelas e incluso disputar espacios electorales.

En departamentos como Cauca, Nariño, Arauca, Guaviare o el Bajo Cauca antioqueño, las comunidades viven en estado de zozobra. Masacres, confina­mientos, desplazamientos forzados y asesinatos de líderes sociales se han convertido en parte de la rutina. Las cifras son alarmantes, pero más grave aún es la naturalización del miedo y la creciente desconfianza de la ciudadanía frente a la capacidad del Estado para protegerla.

La degradación de la seguridad y la polarización en el discurso político han llegado a niveles tan impresionantes que incluso ha puesto en riesgo directo la vida de figuras públicas y líderes políticos, como se evidenció en el reciente atentado que concluyó en el asesinato del precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay. Este hecho, más allá de ser un ataque contra una persona, cons­tituye una amenaza directa contra la democracia y el ejercicio libre de la política, que un aspirante a la Presidencia de la República sea blanco de atentados en pleno siglo XXI, revela el avance de estructuras criminales que no solo controlan territorios, sino que también pretenden imponer el miedo como herramienta para silenciar voces y coartar la participación ciudadana. Este episodio confirma que el deterioro del orden público ya no está limitado a zonas rurales o periféricas, sino que ha permeado el centro mismo de la vida institucional del país.

Estos hechos y en especial el atentado contra el senador Miguel, ha generado una profunda preocupación institucional, al punto que diversas voces del Estado y la sociedad civil han hecho un llamado urgente a desarmar la palabra en la política, entendiendo que el lenguaje de odio, la estigmatización y la violencia verbal son el preámbulo de agresiones más graves. La situación alcanzó tal gravedad que la Iglesia Católica convocó recientemente a una reunión con los representantes de las tres ramas del poder público, con el propósito de promover un diálogo sereno, responsable y res­petuoso, y de rechazar de manera unánime cualquier forma de violencia en el ejercicio democrático. Este gesto evidencia que la degradación de la seguridad no solo se manifiesta en los territorios controlados por grupos armados, sino también en el clima de confrontación política, que amenaza con deslegitimar las instituciones y debilitar la cohesión nacional en un momento crítico para el país.

Ante este escenario y la creciente degradación de la seguridad y el avance del control armado ilegal sobre vastas regiones del país constituyen una amenaza real y latente para el desarrollo libre, transparente y equitativo de las elecciones de 2026. Si no se toman medidas urgentes, miles de ciudadanos podrían quedar excluidos de su derecho al voto, ya sea por miedo, presión directa de grupos armados, o por la simple ausencia del Estado en sus territorios. No es exage­rado afirmar que corremos el riesgo de enfrentar unos comicios cooptados por la violencia, donde el resultado en varias zonas no lo determine la voluntad popular, sino la imposición del fusil. La democracia colombiana está en la línea de fuego, y es deber del Estado, en todas sus expresiones, garantizar que ningún colombiano deba elegir entre votar y sobrevivir, esta alerta presentada incluso por expertos e incluso instituciones no puede ser ignorada.

Colombia necesita retomar el control de su destino, reforzar su institucionalidad y ofrecer respuestas integrales, firmes y coordinadas. La seguridad no es un obstáculo para la paz: es su condición de posibilidad. Si no se actúa con decisión, el país no solo seguirá perdiendo vidas, sino también su rumbo democrático.

ACORE como organización comprometida con la defensa de la institucionalidad, la legalidad y los valores democráticos, estamos atentos a la evolución de estos hechos y reafirmamos nuestra disposición a contribuir, desde nuestra experiencia y responsabilidad cívica, a la construcción de un ambiente de respeto, garantías y participación para todos los colombianos. La preparación de un proceso electoral libre, seguro y transparente en 2026 debe ser un compromiso nacional, y desde nuestra Asociación no escatimaremos esfuerzos en apoyar iniciativas que fortalezcan el Estado de Derecho y la legitimidad de nuestras instituciones.

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Un comentario

  1. Cualquier tipo de alianza con el regimen dictatorial de Venezuela debe ser rechazado por todos los colombianos que queremos mantenernos en un país democrático y seguro. Acabar con la violencia qué sufre nuestro país por cuenta de las bandas criminales debe ser la prioridad de cualquier gobierno democrático y una exigencia de los ciudadanos de bien. La paz total ha sido un fracaso que ha producido muchas muertes y limitar los recursos para aumentar y fortalecer las capacidades de las Fuerzas Militares para recuperar la seguridad en todos los territorios de Colombia debe ser una prioridad absoluta para sus gobernantes. Hacer acuerdos con bandas criminales sin exigirles y verificar que dejen de delinquir es una traición a tods los colombianos der bien. Los ciudadanos debemos tener en cuenta la trajectorial Y COMPROMISO REAL DE LOS CANDIDATOS QUE ASPIREN A NU8ESTRO VOTO

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