Por T. Coronel Gustavo Roa C.
Consultor en Sistema de Gestión de Continuidad de los Negocios – DESAE
Tomado de: lalinternaazul
“Para poder enseñar a todos los hombres a decir la verdad, es preciso que aprendan a oírla.” — Proverbio
Las verdades plenas sobre lo ocurrido en el Palacio de Justicia aún no se conocen en su totalidad. Han pasado cuarenta años desde aquella trágica toma a sangre y fuego, por terrorista del M-19, y todavía persisten las sombras, las mentiras y las manipulaciones que distorsionan lo que realmente sucedió.
En medio de los cuerpos calcinados de magistrados, empleados, visitantes, soldados, policías y ciudadanos inocentes, comenzó a tejerse una narrativa sesgada que ha pretendido ocultar la verdad y desviar la responsabilidad de los verdaderos culpables. Con el paso de los años, nuevas evidencias, testimonios y documentos han permitido entender que aquella masacre no fue un acto “revolucionario” motivado por ideales de justicia social, sino una operación criminal financiada y dirigida por el Cartel de Medellín, con el propósito de destruir los expedientes de extradición de sus jefes hacia los Estados Unidos.
Está demostrado que Pablo Escobar ofreció al M-19 más de dos millones de dólares, para ejecutar el asalto al Palacio. La orden era clara: incendiar los archivos que comprometían a los narcotraficantes. Ese mismo día se debatía la constitucionalidad del proyecto de ley que permitía la extradición, cuyo ponente, el doctor Manuel Gaona Cruz, fue asesinado a sangre fría por un integrante del M-19. Nada fue casual.
Conocer la verdad es un deber histórico. Los colombianos, especialmente las nuevas generaciones, merecen saber que aquel episodio no fue una lucha por la democracia ni un levantamiento heroico, sino un acto de terrorismo brutal que partió en dos la historia política del país. Sin embargo, sectores ideologizados han insistido en reescribir los hechos, transformando a los victimarios en mártires y a los defensores de la patria en verdugos.
La manipulación mediática e ideológica ha sido tan eficaz que, cuarenta años después, se sigue señalando a las Fuerzas Militares como responsables únicas del holocausto. Los verdaderos promotores del crimen, en cambio, han gozado de impunidad, y muchos de ellos han sido premiados con cargos públicos y honores que ofenden la memoria de las víctimas.
Por ese acto demencial, los únicos que pagaron fueron los militares: destituciones, años de prisión y exilios injustos. La justicia, permeada por la influencia de la extrema izquierda, se mostró implacable con los soldados que cumplieron su deber, pero complaciente con los terroristas que causaron la tragedia. Como ha sucedido en tantos países dominados por ideologías totalitarias, los defensores de la ley fueron convertidos en criminales, y los criminales en héroes.
No se puede olvidar que aquella fue una operación militar legítima, orientada a rescatar el corazón mismo de la justicia colombiana, tomada a sangre y fuego por terroristas. Nuestros militares, formados para defender la soberanía y la democracia, actuaron conforme a su deber. Flanquear ante el enemigo habría significado la caída del Estado y la rendición de la República ante el terror.
Mientras tanto, los ejecutores intelectuales y materiales del crimen jamás mostraron arrepentimiento. Ninguno pagó un solo día de cárcel. Por el contrario, muchos de ellos, antiguos integrantes del M-19, llegaron a convertirse en ministros, congresistas, embajadores y hasta presidentes de la República. Hoy, el propio inquilino de la Casa de Nariño ondea, con cinismo y desafío, la bandera del grupo criminal al que perteneció, como si fuera un símbolo de honor y no de vergüenza nacional.
Esa es la hipocresía socialista que ha carcomido las entrañas morales del país: los mismos que asesinaron, secuestraron y chantajearon a miles de colombianos ahora dictan cátedra de ética y moral. Los mismos que incendiaron el Palacio de Justicia se presentan como redentores del pueblo.
Colombia exige la verdad completa, pero también justicia verdadera. Es imperativo reabrir los procesos, así hayan pasado cuarenta años. Los crímenes de lesa humanidad, sean cometidos por el Estado o por el terrorismo, no prescriben. No puede seguir imperando la impunidad mientras los verdaderos culpables se pasean con honores por los pasillos del poder, y los hombres que defendieron la patria continúan estigmatizados.
Ha llegado la hora de que la Colombia digna se levante, retire el velo de la infamia y exija cuentas a los promotores del terrorismo que, por más de seis décadas, han sido protegidos por una justicia ideologizada y por intereses políticos oscuros.
Detengamos de una vez por todas estas felonías sucesivas, sistemáticas y permanentes que mancillan nuestra historia. Solo la verdad, toda la verdad, podrá reconciliar a la nación con su memoria y con su futuro.



